La tecnología es —y ha sido a lo largo de toda la historia— un aspecto inherente al ser humano. No obstante, en las sociedades actuales, ha pasado a ser un pilar fundamental en nuestras relaciones, tanto con otras personas como con el entorno. Por tanto, modela y define la manera en la que percibimos la realidad hasta el punto en que el individuo, transformado en un mero espectador que bebe de la imagen de una realidad ficticia, termina olvidándose de sí mismo.
Este es el tema en el que se centra el primer episodio de la tercera temporada de la serie televisiva Black Mirror. El episodio esboza una realidad distópica, aunque bien podría ser una versión ligeramente exagerada de la situación presente, en la cual existe una jerarquización social basada en los «me gusta» y las reacciones de los usuarios (personas con las que interactúa el individuo) en las redes. De tal forma, es el entorno el que se encarga de decidir el valor del sujeto en base a su comportamiento en la sociedad. El capítulo realiza una incisiva crítica a la hipocresía y los prejuicios de un mundo en el que cada palabra está medida con el propósito de gustar a los demás y crear una imagen falsa de quiénes somos. Por tanto, la tecnología —en este caso, las redes sociales— suponen una cadena que oprime y que encumbra a aquellos individuos que mejor consiguen encajar en las convenciones y, por el contrario, hunde a los que se salen de la norma.
De la misma manera que en el episodio, en la realidad actual, que no se aleja tanto de una distopía, el individuo también necesita compartir en sus redes sociales imágenes y opiniones que contribuyan a crear un perfil ficticio de la persona (el maniquí) que queremos que los demás vean. Utilizo la palabra «maniquí» porque, al final, ese perfil ficticio no es más que una fachada, un muñeco de plástico que no existe en otro lugar que en un mundo virtual que, en cierto modo, empieza a ser más real que la propia realidad de los sentidos.
Esta continua exposición mediática, tanto como protagonistas como espectadores, desemboca en la alienación del individuo, cuya idiosincrasia termina fundiéndose con los cánones impuestos y con la vida perfecta de escaparate. El bombardeo constante de estímulos virtuales provoca que el sujeto esté continuamente distraído, lo cual no es más que una manera de aislarle de la realidad y evitar que piense y se cuestione la propia estructura del sistema. Se evita aquello que no se quiere ver, porque la realidad que hay más allá de las pantallas a menudo incomoda.
Al fin y al cabo, la realidad actual no difiere tanto de la alegoría que Platón establecía en el mito de la caverna: no somos más que una sociedad que vive de sombras, imágenes proyectadas en un mundo ficticio esculpido a la medida de nuestros gustos e intereses.
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