Es cada vez más común ver cómo nuestros políticos engañan a sus votantes no solo en sus propuestas económicas y sociales, sino también en sus currículums. Nuestros representantes tienen la necesidad, o eso parece, de sacarse licenciaturas, másteres y doctorados de la chistera, como si no les fueran a pillar. ¿De dónde sale la necesidad de mentir acerca de su educación? ¿Por qué es cada vez más común?
En la actualidad, el porcentaje de jóvenes de entre 25 y 29 años que ha alcanzado el nivel de Bachillerato o FP Básica o de Grado Medio ha ascendido hasta situarse en el 75,9%. No obstante, únicamente el 48,7% de los jóvenes de entre 25 y 34 años disponía en 2021 de un título de educación superior. Aun así, 21 de los 22 ministros que componen la coalición de gobierno PSOE-UNIDAS PODEMOS tienen una carrera universitaria. Siendo Derecho y Económicas las más repetidas (en cinco ocasiones cada una). De hecho, el único ministro sin título universitario del gabinete de ministros es el actual ministro de Cultura y Deporte, Miquel Iceta.
Lo mismo sucede en otros países como Reino Unido, donde solo un 1% de la población ha estudiado en universidades de Oxford y Cambridge, a pesar de que casi la mitad de los ministros del gabinete de Boris Johnson en 2019 eran graduados de Oxbridge tal y como señala Michal J. Sandel en su libro La tiranía del mérito.
Es normal escuchar al pueblo, a los potenciales votantes, hablar de la preparación de sus políticos. Platón ya afirmaba en La república que los mejores y más brillantes de los ciudadanos deberían ser los gobernantes de sus conciudadanos menos brillantes. Pero solo hace falta irse a los años 30, en plena depresión estadounidense, para darnos cuenta de que esa afirmación no es cierta. Harry Hopkins, uno de los confidentes del presidente Roosevelt, era un trabajador social de Iowa. Marriner Eccles, encargado de la Reserva Federal, dirigía un pequeño banco de Utah y no tenía ninguna titulación universitaria. Y Henry Wallace, secretario de Agricultura, estudió en la modesta Universidad Estatal de Iowa. Aun así, las élites se permiten mirar por encima del hombro a sus conciudadanos; como si sus méritos y talentos, muchas veces movidos por el mercado, les diesen manga ancha para criticar al resto del mundo.
No es de extrañar que, en una serie de encuestas realizadas en Estados Unidos, el Reino Unido Países Bajos y Bélgica, un equipo de psicólogos sociales demostrasen que los encuestados con estudios universitarios mostraban un mayor sesgo de aversión hacia las personas con menos estudios que hacia otros grupos desfavorecidos. De hecho, descubrieron que las élites sienten mayor aversión hacia los menos educados que por los pobres o las personas de clase trabajadora, porque creen que la pobreza y el estatus de clase se deben, al menos en parte, a factores que escapan al control del individuo. El credencialismo, que empapa toda nuestra sociedad, ha conseguido instaurarse en el seno de la política, obligando a los políticos, nuestros representantes, a mentir sobre su educación para conseguir la aceptación de un puñado de personas. Y por el camino, se han olvidado de que todavía hay un gran porcentaje de la población que solo espera ser representado fielmente.
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