En su novela Historia de dos ciudades, Dickens escribe la siguiente reflexión: "Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura; el tiempo de la primavera de la esperanza y del invierno de la desesperación". ¿No les da la impresión de que está diseccionando el panorama político que, desgraciadamente, estamos viviendo actualmente? España, como muchos otros países, está enferma de odio. De un odio que no permite la tolerancia, ni la discrepancia, porque quien no piensa según los rígidos cánones del populismo es un facha o un progre marginado. Todo esto se debe a la moral dominante, aunque no de forma total y absoluta, donde todo parece llevar a un control casi totalitario de la libertad de expresión, para no perjudicar a los demás. Nadie habla hoy del deber, sino sólo de no perjudicar a los demás. Hoy los valores políticos sólo sirven para crear meros ideólogos y demagogos que, como afirma H. L. Mencken, "predican doctrinas que saben que son falsas a personas que saben que son idiotas". El resultado de estos ideólogos y demagogos se hace cada día más evidente, siendo la cultura de la cancelación una clara muestra de ello. Hay que tener en cuenta que la libertad de expresión no significa estar libre de consecuencias por decir cosas que a otras personas no les gustan, pero al mismo tiempo, hay un enorme valor en mantener una cultura que sea extremadamente tolerante con los diferentes puntos de vista. Esto significa que, aunque nadie es ni debe sentirse víctima porque se le haya dicho que algo que ha dicho o hecho es inapropiado, ofensivo o inoportuno, también debemos reconocer el peligro de construir una cultura que intente silenciar toda diferencia de opinión. Ninguno de nosotros es omnisciente. Ninguno de nosotros es el único árbitro de la verdad o la moralidad. Todos somos una mezcla de ignorancia y conocimiento. Tenemos que permitir la diversidad de opiniones sin acallar a la gente, porque es la única manera de que aprendamos y nos pongamos de acuerdo con el tiempo. Sin embargo, el peor aspecto de la cultura de la cancelación es que niega la complejidad y los matices de la comunicación humana, como si algunas palabras o frases fueran intrínsecamente blasfemas, independientemente de cómo se usen o en qué contexto aparezcan.
La gente no quiere vivir en un mundo en el que las personas van por ahí gritando barbaridades intolerantes para luego ampararse bajo la 'libertad de expresión', como si les diera un pase para decir cualquier cosa. Tampoco quieren una cultura en la que los auténticos fascistas y comunistas no sufran ninguna reacción por apoyar ideologías asesinas. Lo que la gente quiere verdaderamente es un mundo en el que todos adoptemos el mayor nivel de tolerancia posible para la diversidad de opiniones. Un mundo en el que los desacuerdos de buena fe no sean etiquetados como 'fascistas' o 'racistas' simplemente porque eso hace más fácil justificar el silenciamiento de las ideas contrarias. Una sociedad en la que todo el mundo muestre un grado significativo de compasión hacia las personas cuando se pasan de la raya, especialmente los artistas, músicos, escritores, cineastas y comediantes. Como sociedad tenemos que reconocer que la comunicación es difícil, y expresar nuestros sentimientos y pensamientos públicamente no es algo que la mayoría de la gente haga muy bien. De hecho, algunas personas que son excepcionalmente buenas para comunicar "de la manera correcta" tienen ideas terribles. Y algunos de los grandes artistas y creadores de la historia eran personas trágicamente horribles. ¿Debemos anular la música de Richard Wagner por su antisemitismo? ¿Debemos evitar a los Beatles porque John Lennon era violento y abusaba de las mujeres? ¿Y Michael Jackson? El hecho de que hayas emitido un juicio sobre algo o alguien no significa que puedas imponer tu preferencia a los demás. La verdad, tal y como decía el filósofo Antonio Escohotado, se defiende sola. Nosotros desde Ágora seguiremos defendiéndola, al menos, hasta que nos quiten la voz.
コメント