«Lo único que debemos temer es al miedo mismo», declaró Franklin D. Roosevelt durante su discurso de investidura en 1933. Y, en efecto, esta es la palabra (el «miedo») que mejor explica la causa del rebrote en la censura de palabras, frases o libros enteros que está teniendo lugar en sociedades supuestamente democráticas en las que la libertad de expresión debería estar a la orden del día.
El caso que más revuelo ha causado en los últimos días es el de la reescritura —a través de la eliminación de algunas palabras o frases, que han sido sustituidas por otras más «apropiadas»— de las novelas infantiles de Roald Dahl. El sello Puffin de Penguin Random House, responsable de las polémicas modificaciones, contrató a lectores de sensibilidad para que reescribiesen fragmentos del texto original. Con ello, según ha declarado la propia editorial, querían asegurarse de que los libros «podían seguir siendo disfrutados por todo el mundo».
Algunos de los cambios más destacados, según la lista ofrecida por el periódico británico ‘The Telegraph’, son la omisión de palabras como «gordo», «feo» o, en un fragmento de Matilda, la sustitución de autores como Joseph Conrad o Rudyard Kipling por Jane Austen y John Steinbeck. Tampoco pueden ser atractivas las mujeres de mediana edad, porque en la versión «corregida» de Agu Trot, una mujer pasa de ser atractiva a amable en la nueva versión.
Tristemente, este no ha sido el único caso en las mismas líneas que nos han dejado las pasadas semanas, pues una editorial estadounidense ha anunciado que las novelas de James Bond de Ian Fleming serán reeditadas para eliminar cualquier referencia racial ofensiva.
La censura es un recurso propio de estados totalitarios en los que se busca coartar la libertad de expresión y controlar a la población a través de una cultura incompleta. Es alarmante que en estados que se denominan democráticos se esté modificando el contenido de libros, de obras artísticas, bajo la bandera de la «defensa de la moral».
Ray Bradbury ya hablaba de ello en su novela más famosa, Fahrenheit 451, cuando, a través de uno de sus personajes, explica: «No fue una imposición del gobierno. No hubo ningún edicto, ni declaración, ni censura, no. La tecnología, la explotación de las masas y la presión de las minorías produjo el fenómeno».
Sin ir muy lejos, a principios de este mismo año, el 27 de enero, fue noticia que en un condado de Tennessee (en EE.UU.) se había retirado el cómic Maus de los contenidos pedagógicos de una asignatura correspondiente a niños de 13 años. Maus, una novela gráfica premiada con el Pulitzer, narra las experiencias vividas por el padre del escritor en el campo de concentración de Auschwitz. Las razones alegadas por la junta escolar fueron que el libro contiene ocho palabrotas y un desnudo de mujer.
Otros libros que han sido noticia por haber sido víctimas de la censura estadounidense en los últimos años son desde cuentos infantiles de los hermanos Grimm, hasta clásicos como Las aventuras de Tom Sawyer y su secuela, El diario de Ana Frank, Matar a un ruiseñor (una madre denunció que el título había herido la sensibilidad de su hijo) o la saga de novelas de fantasía juvenil más famosa universalmente, Harry Potter (por «promover la brujería»).
En Países Bajos está prohibida la publicación y la venta del Mein Kampf. Rebelión en la granja, de George Orwell, no se puede leer ni en China ni en Rusia, y Persépolis, de Marjanne Satrapi, ha sido censurada en Irán.
Quizás la solución no esté en la censura, sino en la educación. Y quizás los niños sean más listos de lo que creemos. Roald Dahl estaba convencido de ello. Un niño es perfectamente capaz de separar realidad de ficción, entiende que aunque su película favorita esté protagonizada por un animal que habla, en la realidad, los animales no tienen voz. Si sus padres le explican lo que está bien y lo que está mal, podrá diferenciarlo cuando lo encuentre en cualquier libro o película.
El arte muere con la moralidad. Eliminar y modificar los textos para no herir sensibilidades es un crimen contra la literatura. Los libros se vuelven planos, anodinos, acartonados, como si no los hubiese escrito una persona. Como si los hubiese escrito el «gran gramatizador automático» que imaginaba Dahl en el relato homónimo que publicó en su antología Alguien como tú: una máquina acaba reemplazando a los escritores, que venden sus principios por dinero.
Tal vez estos editores que se toman la licencia de utilizar sus tijeras con una mano demasiado suelta también hayan vendido sus principios por dinero. Al fin y al cabo, como sentenciaba Roald Dahl, «lo único que les interesa realmente es el dinero…, como a todo el mundo».
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